Pocos días antes de morir Zumalacárregui, un soldado del bando cristino es fusilado por su propio hijo, que milita en el bando carlista. Esta ejecución encubre un conflicto interno que los protagonistas nos van desvelando a lo largo de esta novela, que transcurre desde que el general salió de Pamplona en un amanecer lluvioso hasta su muerte en el palacio de Vargas de Begoña en Bilbao, tras luchar en la sierra de Urbasa, en la batalla de Viana y en las múltiples escaramuzas de guerrilla que tuvieron lugar en tierras vascas y navarras. Historia, intriga, espionaje, política y la psicología profunda de los personajes en conflicto nos sumergen de lleno en una de las guerras más crueles del siglo XIX.
De Librum Tremens ISBN 978-84-15074-23-6
Lehenengo atala irakur dezakezue:
Lee el primer capítulo de la novela "la bala que mató al general"
Todos matan lo que aman:el cobarde, con un beso;el valiente, con una espada.
OSCAR WILDE
La ejecución. Mendigorría (Navarra). Junio de 1835
A Tiburcio Orbe ya no le temblaban las piernas frente al pelotón de fusilamiento. La tensión de sus músculos se debía más al desamparo y a la hostilidad de la situación que al temor de dejar de vivir. En el fondo deseaba que el final llegara cuanto antes para dejar de sentir frío, dolor, cansancio, hambre y desilusión. Tenía respeto a la muerte, como todo el mundo, pero, para alguien que sufre, morir es una liberación al fin y al cabo. Revisó en su interior, por si conseguía rescatar de su mente atormentada algún recuerdo que no fuese amargo, pero no lo encontró. No halló momentos agradables con los que entretenerse en sus últimos minutos, a pesar de que en otro tiempo los hubo, y muchos. El escepticismo, del que era víctima, le permitía verlo todo bajo un prisma diferente al resto de los prisioneros que soportaban, junto a él, la crudeza del trance. Y es que no es lo mismo morir cuando la vida sonríe que cuando se está de vuelta de todo, y Tiburcio hacía ya tiempo que había dejado atrás sus anhelos, ensueños y quimeras. Ser consciente de que nadie iba a echarle de menos le proporcionó un alivio sutil, entreverado de nostalgia por los tiempos pasados. «No hay nada peor que la soledad, que siempre está acechando», le había dicho alguien, pero él estaba seguro de que solo no estaba del todo mal. «A fin de cuentas, por muchos amigos que se hayan tenido, la muerte siempre llega sin compañía y es a solas como debes enfrentarte con ella», pensaba buscando alguna certidumbre entre tanto desasosiego. Dos lágrimas resbalaron despacio por las cicatrices de su rostro de viejo baqueteado por varias guerras. Con la vista turbia intentó contar los hombres que había en el pelotón. Sintió el escozor de las heridas que tenía en tobillos y muñecas, aunque, tras varias horas de meditación, había llegado a la conclusión de que no hay lesión peor que la del alma.«¡Ojalá nos maten pronto, porque estos pinchazos son insoportables!», pensó Tiburcio con la mirada fija en las primeras claridades del día que aureolaban la distante sierra del Perdón. «¡Cómo no van a dolerme los pies, si están inflamados por culpa de estos malditos grilletes oxidados que llevo puestos desde hace tres días! ¡Si al menos pudiese cambiar de postura!». Lo intentó, pero tuvo que desistir de mover las piernas porque el hierro se había incrustado en la piel y le produjo el suficiente dolor como para que las lágrimas desbordaran en diminutos torrentes de desesperación. «¡Si no me matan las balas, lo harán estas malolientes heridas!», creyó, al mirar hacia abajo para comprobar que el extremo de su cuerpo torturado seguía allí para hacerle visible el dolor extendido y el concreto que le obligaba a oscilar y a tambalearse, allí de pie como estaba.En plena noche habían empujado a los prisioneros con fusiles y bayonetas hasta la parte trasera de la iglesia de San Emeterio. De nada sirvió el consuelo de tener cerca al Cristo de la Oliva, porque ninguno pudo dormir cuando les anunciaron que al amanecer serían fusilados.—¡Preparaos para morir y rezad, porque mañana despertaréis en el fuego eterno! —anunció la voz que resonó en las paredes del establo como una sentencia divina.—El que quiera puede pedir confesión —gritó otro soldado que llevaba la camisa ensangrentada y unos pantalones muy sucios, rajados hasta la espinilla.«Hace una hora nos sacaron del establo a empellones —pensó Tiburcio—. Tenían mucha prisa por acabar con nosotros, pero ahora no sé lo que ocurre. Van de un lado a otro. Cuando unos se van, otros vienen a ocupar su lugar, pero no terminan de formar. Hablan entre ellos. Nadie da órdenes. ¿Hasta cuándo van a tenernos aquí? ¡Un poco de piedad, por Dios!», se lamentó en voz baja. Nada sabía Tiburcio de la batalla que estaba a punto de comenzar y que mantenía a los carlistas distraídos con nuevas órdenes que contradecían las anteriores, ni de movimientos militares de última hora o de la ausencia de mandos disponibles para dar la orden definitiva de disparar, atareados como andaban con el cambio de estrategia.Diluviaba cuando los soldados los llevaron tras el muro de la iglesia. La lluvia que caía a chorros por el rostro de los prisioneros y el azote del viento no les permitía ni abrir los ojos. Dos de los condenados, los más viejos, entre ellos Tiburcio, cayeron al suelo en plena oscuridad y tuvieron que recibir ayuda para ponerse de nuevo en pie. Fue un auxilio grosero, acompañado de empujones y gritos, iluminado con la escasa luz de los candiles que portaban el cura y varios soldados carlistas. Tiburcio, por culpa de los grilletes, avanzaba a pasos cortos, dando traspiés y chapoteando en los charcos. Un soldado, vestido con uniforme cristino, escupió a Tiburcio en la cara y le insultó: «¡Escoria!», le pareció entender. «Disparates de la vida —pensó—: yo llegué aquí siendo soldado cristino para camuflarme en las filas carlistas y voy a ser ajusticiado por un carlista uniformado de cristino. ¡Cuánta penuria! Todos llevan los harapos que dejan los muertos o los que les quitan a los vivos a punta de bayoneta. Una zamarra abotonada hasta el cuello, aunque esté rota y tenga un olor nauseabundo, quita el frío y aísla de la humedad, poco importa lo demás», pensó tiritando, al estar en contacto con las ropas empapadas y el relente fresco de aquella madrugada amarga.Paladeó su lengua acartonada, como cuando de niño, estando escondido tras una viga, vio a los soldados de la Convención francesa entrar en su casa y atacar a su familia. Con la lengua que parecía esparto por el miedo, apenas pudo tragar saliva ni hablar en varios días. Todavía retumbaba en su cabeza el silencio con que murió su padre, pero más el que acompañó a su última mirada. La misma reserva angustiosa que gritaban los ojos de las mujeres, clamando por una ayuda inexistente, al ceder ante las algaradas de los soldados. En ese retroceso involuntario a su infancia, volvió a escuchar en el eco de sus recuerdos las palabras incomprensibles de la soldadesca, en un idioma que él desconocía.Al cerrar los ojos para revivir aquellas escenas, se acordó de su garganta áspera como si hubiese tragado paja seca y del intenso olor a quemado, por el humo que entró por las rendijas de las puertas de la cuadra en la que despojaron a su familia de todo honor. Lo que más le había conmovido había sido ver a su amigo de juegos boca abajo con el rostro contra el barro, tan inmóvil que le costó reconocerle.En aquella pesadilla, Tiburcio corría sin saber adónde; se escondía tras los montones de escombros humeantes cuando veía grupos de soldados; escapaba de las casas encendidas por el fuego; huía de lo incomprensible y de la extrañeza de ver un pueblo tranquilo, como era el suyo, convertido en un mal sueño. Las casas de sus amigos y la suya dejaron de ser refugios inexpugnables. Los campos verdes eran ahora territorio inhóspito. Lo que alguna vez había sido hermoso o admirable dejó de serlo. Miró las caras de aquellos cadáveres boquiabiertos por la inmediatez de la muerte y no contó más de nueve. Encontró muchos heridos. Todo el pueblo arrasado. Aquel final del mes de agosto husmeó la fetidez de la muerte, el olor a chamuscado de la guerra y el tufo acre de la crueldad, por primera vez en su corta vida.—Juré que de mayor huiría de la violencia. Una promesa que después no pude cumplir —balbuceó Tiburcio en voz lo suficientemente alta como para que el prisionero que estaba junto a él, en el muro, le prestara atención.Le vino a la memoria su propia imagen de niño escondido en la cuadra de casa. El chisporroteo de las llamas fue el único sonido que pudo escuchar durante horas. Una luminosidad rojiza, tintada de retazos de infierno, dio color al pequeño mundo de tarros de barro en los que, de chiquillo, encerraba toda clase de bichos. Se acordó del llanto imparable de la madre y del anormal sigilo con que llegó el alba. Y es que casi ni se dieron cuenta de la llegada de aquel nuevo día en el que nadie se movió de su sitio. Su madre siguió llorando; él, escondido, y los muertos permanecieron quietos sobre el polvo del camino como si estuviesen cómodos en aquellas posturas extrañas.En aquella época, creyó que aquélla había sido la peor noche de su vida, pero se equivocó porque le sucedieron muchas, tan malas o peores.—Puede que la de hoy sea, por fin, la última, después de todo. No creo que nos dejen vivir hasta que asome el sol —se lamentó movido por un toque de añoranza, a saber de qué.Como nada había cambiado en las posiciones del pelotón de fusilamiento, se distrajo de nuevo con aquella retrospección hacia el horror de sus primeros años, los únicos que le venían a la cabeza. Y es que la memoria de los viejos es caprichosa y sólo recuerda lo lejano.Cuando los franceses volvieron un año más tarde, de paso en dirección a Bilbao, no encontraron nada que arrasar y los vecinos huyeron al monte. Todos menos él, que había jurado vengarse y se quedó en las ruinas de lo que había sido y era su casa. No sirvieron de nada los ruegos de su madre para que escapase con ella. Se quedó para matar a todos los franceses que pudiera, pero ellos pasaron de largo. Hubo de esperar unos cuantos años para vengar la muerte de su padre y la deshonra de su madre y sus hermanas. Mientras Tiburcio permanecía en pie, ensimismado con su pasado, el pelotón volvió a formar de nuevo, esta vez al mando de un oficial joven y malhumorado que daba órdenes a varios de sus hombres. Al ver que había llegado el momento, el prisionero se giró costosamente, poniéndose de espaldas a los soldados para orinar contra el muro. Con aquel último acto de amor propio, quiso evitar que su vejiga se desahogase, sin su permiso, una vez caído.—¡Eh!, ¿por qué nos das la espalda? ¡Sí, el de la camisa azul! ¿Prefieres morir de un tiro en la nuca? ¿O es que no quieres saber quién soy? ¡Quiero que me mires y sepas quién es el que va a acabar contigo, traidor! ¡Viva don Carlos! ¡Viva Zumalacárregui! Tiburcio Orbe se volvió hacia la voz insolente que le había arrancado de la tortuosa maraña en la que se alojaban sus recuerdos y levantó la cabeza consternado. Apenas veía de lejos y le costaba enfocar la mirada, pero supo de quién era la voz que le hablaba. Reconoció sus rasgos, su estirpe, su mirada altiva y todo lo que le recordaba a sí mismo de joven. ¡Sí, claro que sabía de quién eran aquellos ademanes! «¡Cuánto daña el odio de tu propia sangre!», pensó. Estimulado por aquella voz autoritaria y vengativa que le había sacado inoportunamente de sus evocaciones agrias con sabor a esparto, miró al frente sin ver, con la certeza absoluta de que su final había llegado ya. Pidió perdón a Dios por sus pecados y por los del hijo que, incumpliendo el cuarto mandamiento, le iba a disparar.Cuando oyó la detonación, sus piernas se doblaron involuntariamente. El fogonazo que le quemó el pecho no le causó dolor porque todo el daño lo llevaba dentro. Con el embotamiento de la muerte, no percibió el sonido de su cuerpo al caer pesadamente; es más, él se sintió rebotar flexible y ligero, como si fuese de goma. Sintió el fluir de un líquido caliente y la confusión de sus sentidos, empeñados en oír pitidos internos y divisar, entre penumbras, pinceladas de colores que se fueron difuminando hasta que el amanecer dejó de ser azul.
En algún momento de su andadura de eternidad, le pareció oír sobre su cabeza un grajo que volaba alto en el cielo y el eco repitió el graznido por los valles hasta que todos los sonidos de este mundo cesaron para él.