Aprendí a leer con estas frases: "...caminaba en tinieblas arrastrando sus densas patas de monarca cautivo a través de los espejos oscuros con calces de terciopelo en la única espuela para que nadie rastreara su estela de aserrín de oro, iba viendo al pasar el mismo mar por las ventanas, el Caribe en enero, lo contempló sin detenerse veintitrés veces y era siempre como siempre en enero como una ciénaga florida, se asomó al
aposento de Bendición Alvarado para ver que aún estaban en su puesto la herencia de toronjil, las jaulas de pájaros muertos, la cama de dolor en que la madre de la patria sobrellevó su vejez de podredumbre, que pase buena noche, murmuró, como siempre, aunque nadie le contestaba desde hacía tanto..."
Debo a un amigo de mi padre, quien cuando yo tenía quince años me habló con pasión de un nuevo escritor recién descubierto por él y me trajo un libro, "El otoño del patriarca" y ya en la primera frase comprendí que aquel libro había que leerlo en voz alta, degustar las sílabas, saborear los silencios, recrear el ambiente, cautivarse con el miedo que refleja el estrépito de las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio presidencial al cerrarse cada noche, en cada párrafo que García Márquez utilizó para embellecer mi vida.
Si no fuese por él quizá yo hubiese leído menos, hubiese leído poco o más distanciadamente, o habría elegido otro tipo de novelas, incluso otro subgénero distinto u otras distracciones, pero él me sumergió de cabeza en las aguas profundas de la literatura contemporánea como un enorme descubrimiento, un flechazo, un complemento sabroso a los hermosos textos del XIX y supe que mi admiración y mi relación de amor con él sería para siempre. Lo supe cuando busqué su siguiente novela, que era siguiente en mi orden de lectura, pero anterior en su cronología literaria y así bebí de La hojarasca, y me entraron ganas de escribir al coronel para que no se sintiese tan solo, intentando paliar su miseria con las peleas de gallos, como cuando la mujer pregunta al final de la novela "... «Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía. -Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: -Mierda".
Casi toda una vida, la mía, para leer y releer "La mala vida", "Los funerales de Mamma Grande", al personaje de Aureliano Buendia para quien todos los días eran lunes hacía ya tanto y rebusqué entre líneas a Fermina Daza para disfrutar de la emoción simple del amor como un don que los Dioses conceden a los humanos para hacer más llevadera la vida en líneas tan hermosas como: "...Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño. No recordaba desde cuándo empezó también a ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y era consciente de que al principio lo había hecho por amor, pero desde unos cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque él no podía vestirse por sí solo. Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales, y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar el uno en el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez.".
Innumerables buenos ratos, tardes de palabras sonoras para captar la maestría, la hermosura de los sentimientos, la música de sus frases activando mi cerebro, ayudándome a construir pensamientos y a sorprenderme con la exageración y los desmanes dictatoriales de los personajes, con la luz del Caribe que al escritor se le fue apagando ante nuestra pena, la pena de los lectores leales, que los tuvo y muchos cuando apuramos, sabiendo que serían sus últimas letras Vivir para contarla; Memoria de mis putas tristes; Yo no vengo a decir un discurso.
Traspasé el umbral de mi juventud entre esas legiones de lectores que ahora hemos quedado huérfanas, aunque, sin duda, seguiremos rebuscando en las librerías la prosa elocuente, la ética de sus párrafos, el énfasis de sus frases, las logradísimas adjetivaciones, los universos mágicos de su prosa y lo haremos con nostalgia, con un cariño desnudo y limpio de hijos que echan de menos al literato, tanto más grande cuanto más releído. Es lo que tienen los grandes, que aunque desaparezcan de nuestra vista, dejan estelas vivas, que conducen más allá de la muerte, su inexistencia es sólo una ilusión óptica, un engaño provisional de la mente, una ofuscación.
Si me hubiesen dado a elegir, habría preferido envejecer con la esperanza de un nuevo libro suyo, el siguiente, ese que los admiradores eternos, los adictos necesitamos para seguir adelante en nuestra andadura lectora, en cambio, tendré que conformarme con pensar en que el escritor, el genio sigue ahí, alumbrando universos en los que seguiré entrando para rascar vida, para comprender algo de la compleja condición humana, de sus rudezas y glorias. Cualquier obra suya para que no se nos seque el alma.
Gracias por cada palabra.
Ascension Badiola
(Aprendiz de escritora)